11/11/10

La historia que me parió


Vengo de un pueblo llamado Río Turbio, al extremo sur cordillerano de Santa Cruz. Luego del gol de Diego a los ingleses, mientras afuera nevaba como nunca antes, nos mudamos a Río Gallegos.
Apareció entonces en la vida pública un hombre flaco, alto, desgarbado, narigón, con un ojo torcido… “con un ojo lee y con el otro repasa” se reían en mi colegio. Recién llegados asumía como intendente de la capital santacruceña y unos años después fue elegido Gobernador.
Muchos años después ya recibido de abogado, casado, con un hijo de 5 y otro en camino, me encuentro en la Plaza de Mayo despidiendo a aquél hombre. Y me descubrí peronista. Me encontré enamorado de mi pueblo. Me sorprendí llorando con compañeros que no conocía. La historia me volvió a parir abrazado a ese pueblo.
En mi casa siempre se habló mucho de política. Mis padres no son peronistas, pero nunca dieron pistas de antiperonismo. En La Plaza pensé mucho en mis padres, tuve la firme convicción de estar viviendo ese momento porque ellos hicieron bien su trabajo, porque me educaron en libertad.
25 de mayo de 2003, Néstor K asume como presidente. Auguraban debilidad porque sólo lo había votado el 22% del electorado. Y por esos días, Néstor, vino a decirnos que asumía como Presidente un hijo de las Madres de Plaza de Mayo. Vino a proponernos un sueño. Y comenzamos a andar de nuevo. Vino todo lo que ya todos saben. No lo voy a repetir, el que no quiera entenderlo no lo entenderá jamás, porque el odio envenena de resentimiento e ignorancia. Y no hay vacuna para eso.
En 2003 voté a Néstor K cuando el peronismo era mala palabra en el mundo progresista. Ese hombre, que en algo nos parecíamos, me transmitía cierta confianza entre tanto desencanto y escepticismo. Obstinado, desprolijo, espontáneo, temperamental, incorrecto e incorregible, cómico pero al filo del ridículo. Entre ese tipo y yo había algo personal.
En 2002 escuché a un dirigente sindical decir que mi generación era hija del 2001. No estuve de acuerdo porque en el 2001 se gritaba “que se vayan todos”, y eso me sonaba a consigna antipolítica, peligrosamente antidemocrática.
Desde la asunción de Néstor K me sentí parte de algo, sentí que nuestra generación podía nacer de algo más digno que de ese “que se vayan todos”. Me sentí hijo de ese hombre, de su política, de sus luchas y sus valores.
Hoy puedo expresar una idea de País, un proyecto, una voluntad militante, un profundo compromiso popular. Y en la Plaza, ese jueves 28 de octubre, lloré con mi pueblo y el pueblo lloró conmigo, con mi Río Turbio, con ese gol de Diego, con el viento incansable de Río Gallegos y con mis contradicciones de siempre.
Había dolor, es cierto. Pibes y pibas llorando, abrazándose, cantando y por momentos reflexionando en un profundo silencio que se suspendía con aplausos y de nuevo los cánticos, las puteadas a Cobos, la Marcha, el Himno y las promesas de lealtad a Cristina.
Vi a viejos que agradecían su jubilación, su pensión. Veteranos de Malvinas que le decían gracias al único presidente que se acordó de ellos. Niños mamando historia pura. Y mucha juventud despierta y dispuesta. Todo un pueblo que le cantaba a uno de sus últimos líderes.
Había dolor, pero también compromiso estoico frente a una compañera que perdía a su ladero, a su compañero incondicional. “Si la tocan a Cristina, que kilombo se va a armar”.
Ese compromiso despierta la esperanza de que esto continuará, que la lucha no cesa, no se suspende, no dormirá. “Néstor vive en el Pueblo…” y no daremos “ni un paso atrás”.
Ese compromiso despierta coherencia: silbatinas a las sotanas hipócritas que se hicieron presentes, a faranduleros de ocasión, a cuervos que esperan con ansiedad poder empezar a carroñear. Coherencia que va por más liberación de aquellos que todavía esperan. Liberación frente a monopolios y ladrones de cuello blanco. “Acá tenés a los pibes para la liberación”.
Ya de noche, volviendo a casa en silencio iban pasando frente a mí cada una de las imágenes de Néstor K que desconcertaron mi desconfianza política. Y recordé que quizás comencé a entender, de qué venía la cosa, cuando juraba como Juez de la Corte Suprema otro tipo flaco y alto, con el que me formé como abogado y militante por los derechos humanos. Con Zaffaroni en la Corte empecé a sentir un especial gustito a victoria, después de tantas derrotas por las que vale la pena brindar una y otra vez.
Criticarán mi parcialidad. Mi emotividad y exageración. Me dirán fanático. Dirán lo que sea para opacar un sentimiento genuino y revolucionado. Dirán que hablo desde la pasión y no desde la razón. Pero después de todo, o antes que nada (como quieran), esa pasión por la transformación del hoy, por la reparación del ayer y por la porfiada construcción de un futuro más digno es el mejor legado que nos dejó ese tipo alto, flaco, desgarbado y narigón. La razón debería ser, en todo caso, la instrumentalización de esa pasión.
Hoy no estoy dispuesto a disimular nada. Saco del pecho lo que hay. Y digo gracias, otra vez, porque ese jueves, en la Plaza, me encontré a mi mismo con mi verdad, que allí estuvo siempre esperándome para abrazarla y transformarla en fuerza colectiva. Sin más excusas, sin esperar condiciones ideales, sin descanso ni comodidades. Redoblaré los esfuerzos para multiplicar y seguir sembrando. Donde me toque, donde sea necesario embarrarme, donde me convoquen las batallas. Iré donde todavía haya un derecho que garantizar, una caricia para dar, un hombro para apoyar y un grito, para que el silencio tenga que callar.
Y así fue como la historia me volvió a parir en aquella Plaza, la de las Madres, nuestras madres.

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