Los Nazis odiaban a los judíos. Pero sobre todo odiaban a judíos y judías que eran poetas, músicos, pintores, filósofos, escritores, escultores, cantantes, actores. La cultura sólo podía ser la “cultura nazi”. Lo demás debía ser exterminado.
En Argentina, el Proceso de Reorganización Nacional no pudo ser menos. O al menos “había que intentarlo” (no ser menos que los Nazis). Por eso mismo Massera dijo lo que dijo: el alma del hombre se ha convertido en campo de batalla. El alma pretendía ser, para los genocidas, otro botín de guerra para su colage de la depredación humana (Spinetta).
Para ello, entre los objetivos que la Dictadura iba a imponer, se rezaba como un dogma inevitable: Impulsar la restitución de los valores fundamentales que contribuyen a la integridad social: orden, trabajo, jerarquía, responsabilidad, identidad nacional, honestidad. Todo en el contexto de la moral cristiana. Para así, finalmente: Promover en la juventud modelos sociales que subrayen los valores mencionados anteriormente para reemplazar y erradicar los valores actuales.
Aquellos valores actuales debían ser reemplazados y erradicados porque estaban vinculados con “actividades subversivas disociadoras”. La libertad que expresaban los artistas, chocaba irremediablemente con la moral cristiana de Videla y compañía. Entonces se prohibieron músicos, discos, libros, pensadores, docentes, poetas y toda expresión de la cultura que no fuera “obediente” con el Régimen y que no perteneciera, por lo tanto, a la “Cultura del Proceso”.
Debía “reemplazarse y erradicarse”, en consecuencia, la saludable insolencia juvenil de los años 70, por la obediencia anestesiada de los adoradores del orden. Destaco la saludable insolencia entendiendo por tal, e interpretando a un personaje de José Pablo Feinmann, la noble actitud de quebrar la mirada obediente del orden instituido.
Insolencia que pretende ser instituyente y que, como tal, confrontará inevitablemente con lo instituido, con la disciplina totalitaria del Régimen impuesto.
Así censuraron, por ejemplo, a Luis Alberto Spinetta quien no se destacó, precisamente, por ser un emblema de “la explícita canción de protesta”, sino más bien por su creatividad instituyente; desafiante de la “moral instituida” de Videla y compañía. El Flaco nos dice:
Es una cosa tan ominosa e impune la depredación entre los seres humanos, que cuando se trata de animales este crimen luce inocente. Entonces, inmediatamente les atribuimos nuestra maldad para convencernos y verificar cómo lo hacen... Por ejemplo, al observar el abuso de poder cometido contra los pueblos infinitas veces a lo largo de la Historia, el hombre, casi como careciendo de inocencia, debe verse a sí mismo como “el gran devorador” y el producto de una lucha de fuerzas. Las fuerzas de la luz o de la muerte. Creo que si permanecemos como un buen rayo de luz todas las fuentes negativas que intenten apoderarse de nosotros de alguna manera se van a transformar. Nos tragarán, pero también van a tragar una luz interminable. Para eso está hecha, para continuar, aunque sea dentro de las fauces del otro”.
En Las Heridas de País, seguimos buscando Verdad-Memoria-Justicia, para terminar de curar toda esa tristeza que no pudo “ni el poderoso anillo del Capitán Beto” (Pujol).
(Fuentes: “Rock y Dictadura”, Sergio Pujol, Planeta 2005. “Martropía. Conversación con Spinetta”, Juan Carlos Diez, Aguilar 2006. “La astucia de la razón”, José Pablo Feinmann, 1990).
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